Los datos económicos de EEUU dan pie al optimismo financiero

Se hablaba de índices de precios desbocados pero de repente, como por arte de magia, primero en los índices de julio relevados en agosto, y luego en los de agosto, conocidos en septiembre, la inflación “mágicamente” pega la vuelta, desciende sobre los máximos.

Hasta hace solo semanas atrás quizás el principal factor de preocupación para la economía desde el punto de vista de las finanzas internacionales eran las chances de que la Reserva Federal tuviera que acelerar hasta un nivel demasiado rápido el retiro de la ayuda monetaria que brinda al sistema financiero desde el comienzo de la pandemia. Esa ayuda se basa principalmente en la compra con emisión de base monetaria de bonos de deuda pública por u$s80.000 millones mensuales a los que hay que sumar otros u$s40.000 millones mensuales de títulos hipotecarios del sector privado. La ayuda no se ha limitado a ello.

Otras medidas menos publicitadas pero no menos efectivas han incluido por ejemplo swaps de monedas de la Reserva Federal con otros bancos centrales con el fin de impedir que la pandemia se tradujera en un correlato de sobrevaluación internacional del dólar que amenazara con dejar desfinanciada a una gran cantidad de naciones si las novedades epidemiológicas hubieran empeorado. Esta poderosa arma cambiaria que fue introducida por primera vez entre el herramental monetario de la Reserva Federal a nivel masivo en ocasión de la crisis de Lehman Brothers de 2008 bien podría tener consecuencias de mediano y largo plazo en la cotización internacional del dólar dado que si cuando el dólar debe bajar baja, pero cuando debe subir resulta que no sube… entonces habría que empezar a preguntarse cuál es la real ventaja de tener en cartera una abrumadora mayoría del capital líquido en dólares si esta moneda finalmente tiene cierto tipo de condena a terminar todos los campeonatos “de la mitad de tabla para abajo”.

Ahora bien, esas son consideraciones de largo plazo. En el corto plazo nada puede terminar siendo más dulce para los inversores financieros internacionales que un dólar condenado a una relativa debilidad, en un mundo de tasas de interés nominales inexistentes como tales y resultados económicos buenos pero no espléndidos. La importancia de esto último aún no ha sido entendida en su cabal magnitud. Más precisamente en las últimas semanas se dieron a conocer dos indicadores económicos de primera línea en Estados Unidos que dan a entender que quienes desconfiaban de las chances de que la economía norteamericana pudiera ensayar un “soft landing” después de la pandemia puedan estar muy equivocados. Tan equivocados como para no haber tenido en cuenta la chance cierta de otros dos o tres años de liquidez mundial muy abundante, cosa que solo meses atrás parecía una quimera irrealizable.
Recordemos por ejemplo, como solo hace unos escasos tres meses muchos de los principales y más renombrados analistas de Wall Street clamaban en voz alta para que la Reserva Federal no solo empiece a recortar la ayuda cuantitativa de fondos al sistema financiero sino también pedían empezar a considerar sin demora una suba en las tasas de interés de corto plazo. Esto último dejaba boquiabiertos a una gran cantidad de inversores, dado que se daba por entendido que hasta bien entrado el 2023 toda suba en las tasas de interés no ingresaba en ningún juego de posibilidades. Que se haya pedido –y que incluso algún director de la Reserva Federal haya concedido– la chance de subas en las tasas para ni bien comenzado el 2022 habría implicado, en el caso de que se hubiera confirmado, la chance cierta de eventos cataclísmicos en los mercados financieros internacionales dado que adelantar en un año una suba de tasas, y además, acelerarla, implica el virtual final de cualquier “bull market” accionario en cualquier lugar del globo. No hay mercado en condiciones de resistir con éxito que la política monetaria de EE.UU. se coma –virtualmente– un año entero sin inmutarse. Es imposible. Estaríamos ya en este último trimestre de 2021 en graves aprietos.

Y justo cuando medio mercado ya estaba sacando cuentas y haciendo números para tratar de anticipar a qué ritmo habría que empezar a descargar pesadas cantidades de activos financieros en el mercado con suficiente anticipación como para que el valor de los mismos no se derrita, el par de indicadores económicos más importantes de EE.UU. da un vuelco más que significativo.

Primero lo hizo el índice de precios al consumidor que realmente toma en cuenta la Reserva Federal como indicador real de la inflación norteamericana, que no es un símil de nuestro IPC –que también existe en EE.UU. pero con una importancia más acotada que aquí– sino el gravitante “Price Consumption Expenditure Index”, que consta de una canasta móvil de bienes, a diferencia del IPC, y por lo tanto se mueve con una suavidad muy superior lo que suele dar más tiempo para todo cambio en la política monetaria. Ahora bien, hasta hace no muchas semanas las novedades inflacionarias en EE.UU. eran muy alarmantes. Se hablaba de índices de precios desbocados que empezarían a trepar a un ritmo superior al 6% anual, o sea, al triple de lo que es la meta promedio inflacionaria de la Reserva Federal por su carta constitutiva acepta. Y de repente, como por arte de magia, primero en los índices de julio relevados en agosto, y luego en los de agosto, conocidos en septiembre, la inflación “mágicamente” pega la vuelta, desciende sobre los máximos, en su variante PCE se “estaciona” en un confortable nivel del 3,5% anual, nivel que está por debajo de lo que podía considerarse lógico en la salida de una pandemia, cuando se espera que una gran cantidad de precios se actualicen con gran rapidez ante las rápidas maniobras que la oferta agregada de bienes debe efectuar para adaptarse a las nuevas condiciones de demanda incrementada.

La novedad causó sorpresa en algunos y escepticismo en otros. Muchos la consideraban flor de un día frente a otros indicadores de similar importancia que se avecinaban tal como el vital reporte de empleo del mes de septiembre. En los meses de reactivación “dura” la economía norteamericana regeneraba puestos de trabajo a un ritmo apenas por debajo del millón al mes. Esa velocidad venía cayendo, pero se sospechaba que aún podía mantenerse en torno al medio millón al mes, factor que de evidenciarse varios meses consecutivos tendría la misma consecuencia que una aceleración en la tasa de inflación.

Sin embargo, ello no ocurrió. La información que el Departamento de Trabajo reveló hace días muestra un crecimiento mucho más lento en el empleo (190.000 al mes), en consonancia con el enfriamiento en la tasa de inflación comentada. Los dos principales indicadores económicos de Estados Unidos están jugando en el mismo sentido ahora. Ambos le facilitan las cosas a la Reserva Federal dándole todo el tiempo del mundo –al menos por ahora– que desee tomarse para retirar la ayuda monetaria al ritmo que lo consideren conveniente Jerome Powell y su gente.

Para los países como Argentina esto dista muchísimo de ser un detalle o un dato meramente simbólico. Bien puede pensarse que un 2022 y un 2023, calientes en lo político y en lo relativo a la economía interna iban a resultar poco menos que imposibles de transitar con una mínima normalidad en el contexto de mercados internacionales convulsionados por medidas de absorción monetaria repentina por parte de la Reserva Federal. Ahora se abre en cambio, una perspectiva para los próximos dos años mucho más despejada desde el punto de vista financiero internacional. Si no aparece ningún factor que ponga en riesgo la nueva tendencia que parece empezar a darse, puede que cuestiones económicas que hoy consideramos de imposible o bajísima chance empiecen con el correr de las semanas y los meses a percibirse como mucho más probables, lo que abriría un panorama económico nacional mucho más despejado de lo que hoy aparece para los próximos dos años.

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