Recuerdos del futuro: el Estado nación y la distribución del ingreso vuelven con la crisis

La pandemia de coronavirus que azota al mundo plantea nuevos y viejos interrogantes sobre conceptos políticos y regímenes económicos. La única solución parece ser global.

¿Cuáles serán las implicancias últimas de la crisis internacional en curso? ¿Hasta qué punto modificará de raíz conceptos políticos, regímenes económicos y hasta prácticas individuales que se creían arraigadas firmemente y sin retorno? Abrumados por la pandemia de coronavirus, los diferentes gobiernos no atinan aún a darse esas respuestas, pero, en su desesperación, sacan de las cajas herramientas que muchos habían dado prematuramente por fenecidas, como el Estado nación y las políticas keynesianas.

La confusión es total. Economistas del banco JP Morgan dicen que la economía de China podría derrumbarse un 40% en el primer trimestre y que la de Estados Unidos colapsaría un 14% en el segundo. Mientras, analistas consultados por Reuters proyectan para la principal economía mundial una retracción mucho menor, de “solo” el 5%. ¿En qué quedamos?

Nadie sabe si exageran quienes trazan paralelos con la crisis de 1929. Las diferencias son concretas, sobre todo porque el caos actual se gatilla debido a una pandemia, esto es por un fenómeno que, más allá de los indicios anteriores sobre una posible recesión internacional, es en gran medida exógeno al sistema económico.

Las medidas sanitarias cada vez más radicales que se toman tanto en países centrales como emergentes, que implican procesos de distanciamiento social y hasta cuarentenas sostenidas con militares en las calles, tienden a hundir la economía internacional en una suerte de era de hielo. El cierre de renglones enteros de actividad, desde las aerolíneas y el turismo en general hasta los comercios, pasando por los locales gastronómicos, la “industria” del entretenimiento artístico y deportivo y ya incluso sectores de la producción industrial, generará un colapso que, al menos en parte, justifica la comparación con la Gran Depresión.

Se sabe que el remedio para aquella crisis fue la aplicación de políticas de sostenimiento de la demanda agregada en base a un mayor gasto público, algo en que los Estados Unidos de Franklin D. Roosevelt fueron pioneros empíricos y que, con leve rezago, adquirió estatus de teoría económica con el británico John Maynard Keynes. Así las cosas, ante el desplome de la demanda, los gobiernos echan hoy de nuevo mano a esas recetas, hasta hace segundos tan desacreditadas por el ala más radicalmente liberal de la academia.

El propio lenguaje de la hora (“gobierno”, “gasto público”, “cierre de fronteras”) alude al Estado nación, que como en cada situación crítica proclama su vigencia y vuelve por su revancha. Toda política anticíclica es ejercida por autoridades nacionales, incluso cuando estas articulen medidas a nivel de bloques económicos o clubes de países. Toda aplicación de dinero anticíclica tiene también lógica de nacional.

Esto tiene también una lectura política. Gobiernos que inicialmente desatendieron la gravedad de la emergencia, como el de Donald Trump en Estados Unidos, el de Boris Johnson en el Reino Unido y el de Jair Bolsonaro en Brasil, ya empiezan a recibir la factura. Ocurre que el reproche también es siempre nacional, porque nacional es, mientras no se invente otra cosa, el escenario de la democracia, desde los premios y castigos en las urnas hasta los cacerolazos y las protestas.

Llama la atención que esos gobiernos desaprensivos tengan una fuerte sintonía ideológica, que los ubica claramente en la derecha más dura del espectro ideológico actual. Hay algo en ellos que los vincula más con lo emocional que con lo racional y lo científico, algo que llevó al primero a pedir inicialmente a sus ciudadanos que se relajaran, al segundo a dejar librada la circulación temprana del COVID-19 para que los sobrevivientes se inmunizaran naturalmente y al tercero a atribuir la alarma a “una fantasía de la prensa”. La realidad manda: todos ellos ya cambiaron de discurso, temerosos de que la crisis sanitaria y económica devenga en política y se los lleve puestos.

Sin embargo, el mundo no es el de 1930 y las respuestas a este verdadero desastre no podrán ser solo nacionales. Ante un problema de escala global, parte importante de la solución deberá tener la misma entidad.

Así, la pandemia en curso está generando niveles de cooperación científica internacional de una intensidad y apertura sin precedentes. Además, en el plano económico, pronto quedará a la vista de todos los gobiernos que las recetas keynesianas no serán suficientes porque la actual, además de una crisis de demanda, será una crisis de oferta. Sin un sostenimiento directo y multibillonario (sic) a los sectores y empresas más golpeados, no habrá un mañana para muchos, por más que sobrevivan al virus.

Por último, el mundo también se muestra fracturado. Las respuestas económicas serán, dentro de lo posible, más sencillas en los países que tengan espaldas para aplicarlas y también en los que cuenten con menores niveles de informalidad. En efecto, ¿cómo llega el auxilio en países como la Argentina a los más vulnerables, la legión de alrededor del 45% de los ciudadanos que viven de la economía en negro, sin aportes previsionales, vacaciones pagas ni aguinaldo? ¿Cómo harán los Estados para alcanzara ese universo de invisibles?

Los Estados, otra vez. La palabra parece empeñada en volver como en los viejos tiempos

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